Cenizas

lunes, 11 de agosto de 2008


No sé cuántas horas he pasado aquí; menos aún, cuántas seguiré así. Escucho el canto de los pájaros a través de la ventana cerrada, que no permite a los rayos del sol ser testigos de mis inviolables silencios, ni cómplices de esta carcelaria sala. A mi derecha, se erige la vieja biblioteca, implantada por mis antepasados, que ha sido motivo de mi devoción durante toda mi infancia. Oh, si habré pasado horas recorriendo esos deliciosos tomos que hoy han cimentado en mí tantas ideas… ¿Cómo olvidar aquellas tardes de verano en as que mientras mi familia disfrutaba de los paseos por el jardín, yo me embelesaba leyendo cada uno de esos cofres de conocimientos y, consiguientemente, pasaba noches enteras en vela, meditando sobre lo leído durante el día? Recuerdo con fervor aquellas noches, en las que sentado en el cómo do sofá que alguna vez perteneció a mi abuelo, me regocijaba al observar las llamas de la cálida estufa durante los fríos inviernos que azotaban sin piedad a mi amado pueblo.
Ayer por la noche he caído en un profundo estado de nostalgia, que me ha llevado a revivir estas viejas épocas, Y así, una vez más, las dulces llamas han sido para mí motivo de desvelo. He pasado toda la noche observando aquella danza eterna que me ofrecía el fuego. Ese baile me ha procurado horas de paralizante excitación, sumadas al más profundo y aprisionador silencio. El hecho de sentirme encadenado, atado al mullido sofá, me permitió volar con la mente. Os puedo asegurar que muchos jamás han siquiera rozado el éxtasis que me ha manipulado durante la noche. He conseguido olvidar todo lo que yacía a mi alrededor, inmutable.
Pero, sin embargo, no todas mis reflexiones nocturnas, hacía unas horas gran parte de mis melancólicos pensamientos fueron interceptados por su recuerdo. Esa dama que jamás había querido mencionar de vuelta. Temblaría de sólo volver a pronunciar su nombre. Sólo me calmaba la tranquilidad de que ella no volvería a acecharme, ya que la Muerte había sido una impávida jueza, y me había librado del mal que la mujer en cuestión causaba en mí.
Una vez saldados mis miedos, volví a perderme en las llamas. Observé, una vez más, y aguzando mis todos mis sentidos tanto como me era posible, el fuego durante un largo tiempo. Llamas. Danza. Vida. Y, de repente, Ella. Oh Dios, ¡cómo imploré tu salvación en ese momento! En el medio del fuego se encontraba su rostro malicioso, y mi odio se acrecentaba como en aquella madrugada de diciembre en la que la Muerte se la había llevado. Su fantasma parecía cavar mi tumba. ¿Pero qué podía hacer yo, por qué Ella no iba a desear mi muerte? ¿Acaso yo no había cavado la suya, acaso yo no la había entregado a la Muerte? El terror invadía avivadamente mi ser, petrificando cada uno de mis movimientos. Sólo me quedaba una cosa por hacer: debía hacer desaparecer su fantasma, debía matarla una vez más. Al abrigo del amanecer, furioso me acerqué a las llamas, y coloqué mis manos sobre su diáfano cuello. Un calor intenso recorrió entonces mis extremidades superiores, y auque yo apretaba mis manos con todas mis fuerzas, la maldita dama no moría. Sin dudarlo, me precipité sobre las llamas. Ella, invicta. Mi cuerpo, cenizas.

1 comentarios:

Rogger Brito R. dijo...

Que bello texto nostalgico, sin duda alguna he sentido un brote de recuerdos pasados con tus palabras...